En su página Crónicas de casos criminales el periodista Ricardo Canaletti recuerda el séxtuple crimen cometido en General Villegas en el año 1992.
A continuación se trascribe textualmente la nota:
No se sabe quiénes fueron los asesinos ni cómo llegaron. No se sabe los motivos de la matanza. Nunca se encontraron las armas usadas. No se sabe cuál fue la sucesión de asesinatos. No se sabe la fecha exacta de los crímenes. Sí se sabe que las seis victimas tenían al menos un tiro en la cabeza. Sí se sabe que la policía pisoteó la escena del crimen. Sí se sabe que cuatro hombres, los sospechosos de siempre, fueron detenidos, que denunciaron torturas y que terminaron libres sin una sola prueba en contra. Sí se sabe que en ocho años hubo 100 marchas del silencio. Este caso se llamó La Masacre de la Estancia “La Payanca”.
Un vecino de General Villegas fue a la comisaría los primeros días de mayo de 1992 a transmitir su inquietud sobre lo que ocurría en la estancia. En verdad en la estancia no ocurría nada y eso era lo que inquietaba al buen hombre. Demasiada quietud. Una patrulla policial llegó el 8 de mayo de 1992. María Esther Etcheritegui de Gianoglio, la dueña de “La Payanca”, conservaba en sus manos los anillos de oro. Estaba en el comedor. Le habían pegado dos balazos, pum, pum, uno detrás del otro. El primero lo recibió en las costillas, sobre un costado y el otro en la cabeza. Al caer arrastró con ella la mesa de la televisión. Su hijo, José Luis “Cascote” Gianoglio, no estaba lejos de ella. Lo habían golpeado duramente en la cara y en la cabeza, tal vez con una barra de hierro o cachiporra. Un balazo le perforó el cráneo y terminó en la pared. Otro más le dio en una axila. Estaba descalzo, con medias, jean, camisa a cuadrille de mangas largas. A su lado estaba su billetera, vacía. El caso de estancia estaba revuelto.
Los policías habían advertido al llegar que el Peugeot 504 de Etcheritegui estaba con los neumáticos pinchados. También había una camioneta Chevrolet. La patrulla fue a revisar el galpón y allí, detrás de un catre, estaba Francisco Luna, un linyera que solía dormir en ese lugar. Lo habían golpeado y le habían disparado. La bala le reventó el paladar desfigurándole la cara. Al cuerpo lo dejaron tapado con las bolsas que usaba como frazadas. En el mismo galpón hallaron dos gatos muertos a golpes, que los asesinos colocaron uno junto al otro con las colas cruzadas formando una equis.
Al día siguiente llegaron más policías para seguir con la inspección. En la tranquera encontraron a Raúl Alfredo Forte, pantalón jogging azul bajo hasta las rodillas y un buzo que le tapaba la cabeza. No había sido violado. Lo habían arrastrado y esa acción le había bajado los pantalones. Le habían dado 10 garrotazos. No tenía ningún hueso de la cabeza sano. Pero además le habían pegado dos tiros en los costados. Forte tenía 49 años y era la pareja de María Esther Etcheritegui. Cerca de él estaba el cuerpo de Javier Gallo, un empleado. Un tiro le atravesó el antebrazo derecho y le dio en el ojo, es decir que intentó protegerse. Otro balazo le pegó en la cabeza. A su lado había una barra de hierro de 90 centímetros de largo, 6 de diámetro y de unos 10 kilos de peso. A 250 metros de los cadáveres de Forte y Gallo, dentro del maizal, estaba Hugo Omar Reid, otro empleado. Lo mataron de dos tiros en la cabeza. A unos 30 metros de su cuerpo se halló un bolso con sus cosas. Había querido huir.
Junto a una de las tranquera internas se encontraron chicles mascados y colillas de cigarrillos. Una botella de whisky estaba cerca de la casa principal, vacía. En una construcción abandonada hacía años hallaron una silla, una mesa con una vela, un jabón y el aerosol de un broncodilatador. Los policías contaminaron todas los escenarios. Dijeron que solamente encontraron una sola huella digital, sobre la puerta de entrada de la casa principal y que pertenecía a José Luis Gianoglio. Sobre la entrada al galpón donde mataron al linyera había una marca de pisada: mocasín numero 42. Un grupo de policías fue a buscar armas al barrio El Ciclón. Llevaron un detector de metales pero en pleno procedimiento se enteraron que no funcionaba. Ellos revisaban una zona y los chicos del lugar los embromaban, les decían: frío, frío…
La masacre pudo ocurrir entre el 1 y 2 de mayo. No había signos de defensa en casi ninguna de las víctimas, salvo Gallo que
levantó un brazo frente a quien le disparó. Otra vez la muerte se hacía presente en la estancia, diría algún policía veterano con aires de novelista, pero esta vez no le alcanzó una sola vida como hacía siete años. ¿Qué pasó en “La Payanca” en 1985? Entonces José Gianoglio, el dueño, fue asesinado a tiros y cayó en la tranquera de entrada, no muy lejos del lugar donde ahora descubrieron los cuerpos de Forte, Gallo y Reid. Lo había matado un empleado, Horacio Ortiz, al descubrir que José Gianoglio se acostaba con su mujer. Por este crimen a Ortiz le dieron 8 años de prisión.
Siete años después de aquella tragedia, no había razones a la vista para explicar los seis crímenes. Incluso si había algo en lo que todos coincidían era que no se trataría de un asunto sentimental lo que movió a un grupo de asesinos a realizar semejante carnicería. La imaginación volaba, las hipótesis se sucedían. Ninguna tenía una base cierta, pero todas tenìan sus seguidores que las repetían como verdades indicutidas. Por ejemplo, se decía que los asesinos fueron a robar 50.000 pesos de un crédito recibido por la familia. Sin embargo no se llevaron joyas que había en la estancia. Otro supuesto era que se trató de una venganza contra alguno de los propietarios o contra Raúl Alfredo Forte. No faltaron quienes hablaron de que en los terrenos de la estancia había pistas para aviones del narcotráfico. Tampoco estuvieron ausentes los que veían la mano de una secta diabólica.
El caso quedó a cargo del juez Guillermo Martín de Trenque Lauquen y de un grupo de policías al mando del comisario Mario Rodríguez y del subcomisario Osvaldo Seisdedos. Casi de inmediato detienen a Guillermo “El Colorado” Díaz, un ex policía. ¿La razón del arresto? En abril había ido a la casa de un amigo de José Luis Gianoglio y le había pedido plata prestada. Como ese amigo de Gianoglio no se la prestó entonces le robó dos armas. Díaz, al ser detenido, enseguida “buchoneó” los nombres de cuatro hombres. Por este “servicio” Díaz se ganó la libertad. Y en junio cayeron presos aquellos cuatro hombres: José Alberto “Ruso” Kuhn; Carlos “Manito” Fernández; Jorge
“Satanás” Vera y Julio “El Loco” Yalet. Todos se conocían de frecuentar los tres cabaret de Villegas. En Jefatura de Policía de La Plata, en un sencillo pero bien difundido acto en el salón principal felicitó a los policías: “… por el excelente desempeño en el esclarecimiento de este hecho tan trágico”.
Los cuatro sospechosos estuvieron detenidos durante siete meses. La explicación oficial para imputarlos fue que una prostituta de cabaret escuchó hablar a Vera y a Yalet de la estancia “La Payanca”. Poco, ¿no? Hacía falta más, acaso una buena y detallada confesión. Entonces se escuchó hablar de torturas. Lo que se dijo fue que “Satanás” Vera y “Manito” Fernández confesaron ante el comisario Rodríguez. Hicieron falta siete meses más para que jueces de superior jerarquía pusieran las cosas en su lugar. Por falta de pruebas los cuatro sospechosos quedaron libres; y se ordenó abrir una investigación sobre torturas (que no arribó a ningún puerto como sucede casi siempre en la Argentina con estos casos). En 1998 la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires mandó investigar al juez Martín (el del discurso de felicitación a los policías) por mal desempeño.
Desde entonces, el caso de la estancia “La Payanca” sumó una víctima más: el expediente judicial.
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